jueves, 4 de diciembre de 2008

El lector traspasado

Os dejo ahora un artículo antiguo que recogí hace un año ante el empeño de un buen amigo, colega de profesión y de devoción, "lletraferit", poeta y, en el buen sentido de la palabra, bueno. Lo publicó él en su Cuadernos del Mar, una publicación hermosa de la Biblioteca del IES La Marina de Bezana. Lo mejor, el título, y lo puso él... y sin dudarlo. Un abrazo, Fernando.
“El entusiasmo del escritor por lo no existente, a medida que va conociendo los clásicos, empieza a decaer y va cobrando, en cambio, envergadura un cierto gusto por las cosas que se han dicho; aun cuando prevalece la vocación (y aquel sentimiento de inquietud), la lectura y el conocimiento alteran el concepto de su propia necesidad; el mundo se va haciendo más completo, los huecos no son tan grandes ni tan numerosos como en un principio se había presumido y las fuentes de la inspiración se hacen más menguadas y esporádicas porque aquellas aguas caudalosas que han servido para fertilizar las vegas más fértiles, han sido ya exhaustivamente aprovechadas.” Juan Benet Salías de casa, al colegio, y recuerdas sólo el frío de las mañanas de invierno… las mañanas de verano debían gotear, sin pausa, dejando pocas sensaciones en el cuerpo y menos en la memoria. Las manos en el bolsillo y una pequeña cartera a la espalda. Eras puntual, a ti te gustaba, como a mí, llegar con tiempo y, en el amplísimo patio colegial que no era sino el hueco que dejaban todos los edificios de aquella manzana, esperar la entrada del resto de los compañeros. Luego, te ibas retrasando ocupando los últimos lugares en la fila. También en la clase: este era nuestro hábitat natural, el tuyo y el mío… La clase solía ser tediosa (a mí me lo parecía) pero tenías un secreto… las letras ya te hablaban y podías escucharlas en silencio. Lo habías descubierto meses antes, cuando cumplías los cuatro, y todos te hacían una cálida dulce compañía para superar la enfermedad. La voz de la madre, que hablaba y relataba sin leer; la voz del padre (hoy apagada) que leía en voz alta sus lecturas y te fascinaba un idioma que no comprendías. Hoy sabes que eran los clásicos y que estaban contigo, sobre todo Mark Twain (preferías a Huck y no a Tom). Se hacían comprensibles las portadas y los títulos, las letras y la aventura de la lectura. Tu mundo no se acababa en las paredes monótonamente enfebrecidas, en ocasiones delirantes, de la habitación. Se abría y, fuera, la vida seguía y otros la estaban viviendo. Cuando la pesadilla se borró, quedó en el aire el calor y la luz invernal de entonces y flotaba la dulzura de las palabras dichas. Luego, la escuela no pudo romper el encanto de las voces. Debiste aprender, con un paso ajeno y pautado, lo que ya sabías porque lo prendiste del hogar y se envolvía con mucho cariño: leer era un acto de amor. Al fondo del aula, mientras otros leían en las viejas cartillas, tú sacabas de la cartera un librito con ilustraciones de la editorial Bruguera que se llamaba Las mil y una noches, y que merced a su carácter fragmentario, te permitía empezar y acabar las historias. Hoy todavía prefieres la literatura condensada del cuento y el poema, parábolas y metáforas cerradas. Las hojas se despegaban y se doblaban en los ángulos, acabaron amarilleando, pero lo conservaste mucho tiempo y regresabas a él una y otra vez, a saber, entre otros de la astucia del marino Simbad y de caballos de madera voladores que todavía no eran Clavileño. La adolescencia llegó con la efervescencia de los últimos 70, y los mensajes políticos: creímos ingenuamente que la cultura era, por fin, un arma de futuro: cantamos Llach, Serrat, Raimon, Prada y también Bob Dylan, Joan Baez, Nacha Guevara escribía en las paredes libertad. Al acabar el colegio, ya leías cuentos de Dostoievsky y Crimen y castigo. Era fascinante el asesino Raskolnikov y junto a él crecieron también otros despreciables como Julián Sorel, el magistral o Juanito Santa Cruz enamorándote. Y todos queríamos ejercer la libertad en el instituto donde empezábamos a ser empujados por nuestros profesores. Mis maestros son los de aquella época de la enseñanza media y dos o tres más de la universidad. Severos y comprometidos, exigentes y cercanos nos abrían los ojos y el corazón, a la vida, la crítica, el compromiso y a los escritores hermanos de lengua: García Márquez, Vargas Llosa, Borges, Rulfo, y los cuentos de Cortázar. Tú, sobre todo, preguntabas por los poetas, más allá del 27 y reconociste el magisterio de Octavio Paz (“¡Cuerpo a la vista!”) junto a García Lorca y Hernández. Tenemos que hablar de tantas cosas, compañera… ¿recuerdas cuando leíamos en nuestra otra lengua? Sin tradición llegamos a Carner, Riba o Espriu. Y después a los clásicos, en tercero de BUP, completos, del Cantar de Mio Cid a La Regenta. Y Cervantes, el maestro de la letra, la bondad, el humor. Éramos estudiantes de ciencias, pensábamos ejercer de médicos, curar los cuerpos… La literatura curaba el alma y nos iluminaba oscuridades en épocas difíciles, nos descubríamos y nos acercaba a los demás: todas las voces se aproximaban a mostrarnos el camino (la literatura es un espejo en el camino) y, a fogonazos, la palabra escrita creaba otras sendas posibles. De la lectura a la escritura: entonces tú reescribías todos los días a tus poetas, en un proceso de imitatio y recolectio: todo expresión y reunión, juntos Manrique y Gómez de la Serna, Bécquer y Quevedo, Machado y Baudelaire, Vallejo y Aleixandre, y Salinas. ¡Qué gozo saber que ya habían sido publicados! Poema a poema desgranando sentires y cantares y conversando con los muertos. En la Universidad el mundo, como dice Benet, se va haciendo más completo, los huecos no son tan grandes ni tan numerosos como en un principio se había presumido y las fuentes de la inspiración se hacen más menguadas y esporádicas. La lengua y la literatura han sido acogidas definitivamente, te acompañan y son indisolubles de la vivencia, queda la creación y el descubrimiento, la metáfora pura… no todo ha sido dicho, pero lo más importante para ti es que no todo ha sido leído ni se podrá leer nunca. El placer solitario de la lectura, del redescubrimiento de los extranjeros: Poe, Kafka, Rilke, Joyce,… el Rilke de las cartas a un joven poeta y el Joyce del artista adolescente. Eres consciente del tesoro inabarcable de la sabiduría humana encerrada en los textos de ficción. Y ahí, en ese preciso instante empezaron a acabarse tus pasos iniciales en la vida, y empezaron los maduros y los finales,…la prolongación en los otros. Saliendo del yo te encontrabas con los demás que ya no eran otros ajenos, sino de ti dependientes: los hijos y los alumnos y luego, más tarde, también los padres. Todos ellos aportando un soplo creativo de lenguaje, de sentido y sentimiento. Mi experiencia lectora es y será semejante a la tuya, también lector de estas líneas y muchas más, aunque estés al principio y reconozcamos que nunca acabamos de aprender, de crecer y que en nuestro tránsito siempre hay un texto por descubrir, por disfrutar y por recomendar. La tradición está ahí alimentándonos, reuniéndonos con nosotros mismos en la pluralidad de muchos ecos, de distintas lenguas, de orígenes diversos y finalidades variadas. “Siempre me he sentido atraído por los libros en que se cuentan historias de tesoros”, escribe Martín Garzo. Los lectores heridos por las letras siempre nos sentimos atraídos por la promesa incierta de los tesoros que esconden los libros, porque el anhelo del tesoro forma parte de los hombres y las mujeres de todos los tiempos y todos los lugares, es una búsqueda intrínsecamente humana y humanizadora. El elogio más merecido de la lectura es este: somos lenguaje, y a través de él establecemos relaciones con el mundo que nos rodea y con nosotros mismos. En este círculo, la energía que te llegó del mundo regresará a él… tú solo serás traspasado lector, por la vida y las letras. Y así seguimos tejiendo y destejiendo palabras, hilos negros, sutiles y poderosos, que tienden redes …

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